APARCACARROS
El restaurante Rustika copaba gran parte de la playa de Barranco, construído en apariencia de la madera de más alta calidad, en su interior los más apuestos y adinerados señores contemplaban la puesta de sol desde sus apacibles ventanales tomando un genuino Pisco Sour. Más arriba y cruzando la caótica avenida principal se alzaban imperiosos los modernísmos rascacielos de Miraflores. Hay que decir que no existía arena en aquella parte de la playa, en su defecto uno encontraba piedras redondeadas por la terquedad del oceáno.
T. veía desde el aparcamiento el horizonte deshaciéndose en las nubes bajas limeñas y al fondo la silueta del Frontón, en el puerto del Callao. Algunas tardes, a eso de las doce, el calor era tan insoportable que tenía que gastar un sol en un helado de hielo que le duraba apenas unos minutos. "Dale, dale" era su tonada habitual casi siempre acompañada de unos movimientos circulares y certeros del brazo. "Un poquitín más atrás señor, ahí nomás". Siempre prefería la zona más cercana al Rustiko y en cuánto veía un carro moderno y con los cristales opacos corría vociferando audibles instrucciones. Sabía que probablemente recibiria una buena propina. Siempre había excepciones, pero la mayoria sabían como se las gastaba T. Algún que otro coche de algún conductor despistado o despiadado había tenido que pasar por el taller.
A primera hora tomaba la combi en dirección a Chorillos. Se detenía frente al Estudio 4 y caminaba durante unos minutos hasta la playa. Allá muchas veces ya lo esperaban sus dos compañeros, los cuales respetaban su zona, pues él era el más veterano de los tres. Muchos días, sobretodo los fines de semana, cuando afluían gran cantidad de gringos y otros especímenes, llegaba antes del amanecer y se sentaba en las bancas de la playa a contemplar, entre el hastío y la resignación, el oceáno coloreado por los primeros coletazos del temible sol limeño. A veces perdía incluso cualquier noción de pensamiento y flotaba en aquél espectáculo natural.
El sonido del primer motor le despertaba de su letargo existencial y empezaban los correteos, las instrucciones, el sudor y la limpieza de las lunas por cincuenta céntimos más. Ganaba entre treinta y cuarenta soles al día, suma nada irrisoria para un limeño medio. Después de la puesta de sol abandonaba el parking, normalmente antes pasaba por el Rustiko y cambiaba sus monedas por billetes, gesto que agradecian enormemente los empleados del restaurante. El turno de noche empezaba sus correteos. Regresaba con igual resignación pero visiblemente sonriente por su recaptación y porque podria por fin descansar hasta el día siguiente.
A veces volviendo y mirando tras la ventana de la combi que avanzaba furiosa por los bulevares y avenidas , pensaba que al fin y al cabo su trabajo no estaba tan mal, pues era de los pocos limeños que podía decir que tenía unas esplendorosas vistas al oceáno.